Amanda juega con el aire.
La existencia de Amanda ha sido una de tantas, salpicada de claroscuros, pero sin sobresaltos que la hicieran renegar contra el destino.
Ha sido creyente durante toda su vida, y ha adorado, profundamente, a un Dios que nunca acabó de entender del todo, pero claro, pensaba en su descargo, Dios es Dios, y no hay que entenderlo sino amarlo.
Lo más llamativo de ella siempre han sido sus manos, unas manos pequeñas, de dedos largos, que pusieron amor en todo lo que hacían, y por esto eran sus comidas las mejores, y sus macetas las más floridas, y las cabecitas de sus hijos las que mejor iban peinadas.
Pasa unos cuantos años de los setenta, y aunque su pelo es ya completamente blanco conserva el gesto dulce de niña ilusionada.
Amanda se levanta temprano como ha hecho durante toda su vida.
Aún se prepara el desayuno, porque coger un vaso de leche fría y unas galletas todavía no es un problema. Luego se lo toma de pie en la misma cocina, y mete los cacharros en el fregadero.
Después tiene todo el día para recorrer los rincones de la casa, para perseguir a su hija contándole mil veces que tiene que ir a misa, para contemplar las nubes pasando ligeras por un cielo que desconoce.
A Amanda le gusta mirar desde su ventana las palomas que van y vienen de su alféizar al de enfrente: “Mira, vienen los curitas, vienen los curitas a verme”, y lo dice como todas las tardes desde hace ya muchos meses.
Ha desaprendido todo lo que sabía, y apenas si le quedan unas cuantas palabras para manejarse con los suyos, dos de ellas son iglesia y cura, las otras suelen variar entre tienda y primo, y el nombre del pueblo donde nació.
Amanda persigue a su hija por los pasillos preguntándole sobre cuestiones para las que no espera respuesta y, sobre todo, contándole mil cosas incoherentes que tienen un poso de verdad remota.
Sin ella saberlo se ha perdido en el olvido, y allí anda callejeándolo, sin más norte que el que le dicta su inexistente memoria.
Su hija la recuerda cuando cantaba, y reía, y ahora comparte con ella el vacío al que están abocadas.
Alguna vez, cuando la ve tranquila mirando hacia el cielo le coge las manos, las manos delicadas que sabían hacer galletas, que estiraban las sábanas con mimo, que acariciaban su espalda cuando tenía miedo, y se las besa para decirle de algún modo cuánto la quiere, porque con ella ya no valen las palabras.
Amanda ha perdido el color de sus ojos entre las nubes que contempla cada tarde, y ya solo espera que llegue la noche para irse a la cama.
Ahora, ella, es únicamente el sonido de sus pasos, la ausencia de su vida, la presencia cotidiana de una inocencia que se equivocó de estación.
A Amanda le gusta, sobre todas las cosas, contemplar las palomas desde su ventana.
Malén Álvarez.
5 comentarios:
puff!! diría tanto....y no sé cómo expresarlo. Tiene que ser tan duro aceptar que tu madre deja "de ser tu madre", que todo lo que fue, ya no lo es, que todo lo que hacía, ya no sabe hacerlo.....
Qué bien cuentas las cosas Malen. Me emocionas. Gracias por compartirlo con nosotras. Esperamos más "letras" tuyas. Un besote
Siempre me han gustado las manos de los ancianos. Son casi transparentes, pero dicen mucho de ellos, son como los troncos de los árboles, puedes contar los años que han vivido en sus nudos. Mi padre tenía unas manos de artista, fuertes, hábiles, siempre con alguna mancha de óleo que se negaba a borrarse. Las movía al hablar como dibujando en el aire. Mi madre, en cambio tiene unas manos llenas de amor, acostumbradas a acariciar, a hacer la vida fácil a los que la rodean, suaves, y cuando las mueve parece acunarte. Creo que Amanda todavía permanece en sus manos, aunque su cabeza esté volando con las palomas. Gracias a Malén por dejarnos ver esa vida que se esconde tras la ventana.
Gracias Malén, por lo bien que escribes, me gustaría poder expresar en este comentario, lo que ahora mismo siento, pero desafortunadamente yo no tengo tu don.
hacia mucho que por unas cosas y otras no entraba en el blog y me he encontrado con tu relato, de verdad que me ha encantado con un lenguaje muy sencillo vas sitiendo al anciano, desprende mucha ternura, espero que nos sigas dando estas sorpresas
Cuando se me quite el nudo de la garganta y las lágrimas que quieren brotar de mis ojos, podré escribir.
El sábado hizo 7 años que murió mi madre. Cuando estaba en el hospital, sabiendo que moría, me encantaba cogerle y acariarle las manos, una piel tan fina, tan suave y que me dió tanto...
No puedo seguir... Gracias Malen
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