lunes, 29 de febrero de 2016

LA ESPERA (Concurso de relatos Breves, Malén Álvarez)

LA ESPERA
Llegó cansada al aeropuerto después de un vuelo corto y un retraso interminable.
Conocía la ciudad como la palma de su mano, pues había vivido allí algunos años, y mientras lo hizo la disfrutó y la vivió intensamente.
Pidió al taxista que la llevase al hotel, y mientras hacían en silencio el recorrido detuvo su mirada en las esquinas conocidas, en algunos rincones mientras veía cómo habían ido desapareciendo algunas casas de azulejos, o pequeños bares de comidas que daban paso a edificios altos de cristal y acero, o a cafeterías enormes en donde turistas y funcionarios desayunaban deprisa, para volver al trabajo o para patear la ciudad cuanto antes. No tardaron demasiado en llegar a lo que, durante los siguientes siete días, sería su casa y su lugar de trabajo, pues desde Madrid la enviaban a una convención que duraba toda la semana, cinco días exactos, a los que ella sumó sábado y domingo, y así tener tiempo para aquel lugar que formó parte de su vida. El lunes cogería el primer avión que despegase de vuelta.
La entrada en la recepción fue tranquila, la mayoría de los participantes no habían llegado o no se dejaban ver. Después de todo, no comenzarían hasta las cinco de la tarde, y eso les dejaba un amplio margen para hacer turismo, o para descansar.
Pidió una habitación con vistas al río, y aunque el agua se divisaba a lo lejos, es verdad que brillaba, casi cegadora, y que además se podía ver la silueta del castillo a la derecha, y la desembocadura a la izquierda, roto el curso del agua por el puente. Se detuvo un tiempo más en recorrer con la mirada lo conocido, y se dispuso a deshacer la maleta.
Para todos ellos: los conferenciantes, los participantes, los elegidos a tan alta convención, les habían dejado una bandejita con chucherías de chocolate, dos delicadas copas, y un buen vino dulce.
Sobre una de las mesillas vio un sobre alargado de buen papel, que supuso sería la bienvenida correcta y rutinaria por parte del director. Una carta en la que les daban a los huéspedes la acogida que merecían por haber elegido su hotel. Decidió abrirla más tarde, cuando acabase, cuando volviera de comer, antes de ir a la primera reunión, que se celebraba en el primer piso con un buen café y unos dulces de la Pastelería Nacional. Y agua con gas, y agua sin gas, y nada de alcohol hasta la cena de la noche, se dijo mientras colgaba la ropa en el armario, como en todos estos sitios, como en todas estas reuniones…
No era demasiado tarde cuando entró de nuevo en la habitación, satisfecha por la excelente cena y también por los primeros contactos que había establecido. Gente ya conocida, y otros nuevos con los que tendría una convivencia amable durante aquellos días. De hecho había prevista alguna excursión a los alrededores, y ese tiempo libre resultaba tan productivo como la reuniones de horas interminables.
Puso la televisión, y se puso el pijama, decidió probar el vino que le ofrecía el hotel, y recordó la carta que vio por la mañana en su mesilla. Se instaló cómodamente en la cama, y abrió el sobre que llevaba esperando todo el día.
Pero no era una carta de bienvenida lo que encontró, no era un mensaje impersonal, unas frases hechas las que agradecían su elección y le deseaban una feliz estancia; eran unas letras en tinta azul, bien dibujadas, de trazo firme que comenzaban, sin encabezamiento, a hablar de amor, en un papel amarillento y desgastado.
Su desconcierto fue total: “Ida hace tanto y tan añorada. Tan recordada cada día, a pesar de que la vida ha seguido con fuerza, pero sin ti…” No podía dejar de leer, aquellas frases la atrapaban y continuó hasta el final mareada por el vino y por las palabras. Tomó otra copa antes de dormir.
Todo fue bien durante la mañana. No volvieron al hotel hasta la tarde, y mientras abría la puerta, y la luz tamizada la acogía, pensaba en la carta de la noche anterior. Allí estaba de nuevo el sobre, dentro el papel con las dobleces antiguas y marcadas, y sobre él el texto con que comenzaba: “Mi querida María…”. Y repitió el rito de la noche anterior, la lectura pausada, el paseo lento de su mirada por los trazos finos y alargados de aquellas letras, luego ese afán por conocer los lugares de los que hablaba, esos lugares tan queridos por ella, los cafés, las plazas.
Volvió contenta pero cansada, era ya el cuarto día de estancia y empezaban a pasar factura las horas de negociaciones, y la sonrisa permanente. Ese día habían invertido el orden de trabajo, toda la mañana la habían pasado en una pequeña ciudad tranquila y turística, llena de tiendecitas de recuerdos, de cafés, de calles empinadas. Realmente los tratos se hicieron en el autobús de vuelta, de modo que ese día tan largo había terminado para ella. Cenaría en su habitación, y luego volvería a repetir lo que era ya necesidad, la lectura de la carta que la esperaba en la mesilla: “Mi amor, mi amante, mi amiga: tú sabes cómo me gustaba cuando escondías tus manos entre las mías…”. Se había ido acostumbrando a aquellos mensajes de amor, tan auténticos y tan tristes.
La última noche, después de la última carta, hizo una llamada. Felicitó al director del hotel por su buen hacer, una conversación ligera y llena de cortesía. Después de un breve silencio le dijo que respetaba su actitud. “Sé que prometimos no volver a vernos, pero tenía que oír tu voz antes de irme. Gracias por haberme hecho llegar las cartas que nunca me mandaste”. Nadie contestó al otro lado.
A la mañana siguiente dejó el hotel muy temprano, cuando aun no había amanecido.

relatos breves