Cuando sea vieja, vestiré de morado,
con un sombrero rojo que ni haga juego,
ni me quede bien,
y me gastaré el dinero de mi jubilación
en coñac y guantes de verano,
y sandalias de raso.
Y diré que no hay dinero para mantequilla.
Me sentaré en el pavimento
cuando esté cansada
y devoraré muestras de las tiendas
y oprimiré los botones de alarma
y rasparé con mi bastón los barandales de las calles.
Y compensaré la austeridad de mi lejana juventud.
Saldré a caminar bajo la lluvia en zapatillas,
y arrancaré flores de jardines ajenos
y aprenderé a escupir…
Pero, tal vez debiera practicar un poco todo eso desde ahora.
Así la gente que me conoce no se asombrará,
ni se escandalizará al ver que, de pronto,
soy vieja y me empiezo a vestir de morado.Jenny Joseph ( Birmingham, Inglaterra, 1932). Periodista y poeta.
viernes, 28 de mayo de 2010
ENCUENTRO EN ZAFRA
El encuentro Sevilla-Cáceres en Zafra resultó genial. Las cacereñas (Maite, Bea, Enma, Marga y una servidora) llegamos a las 12 h, ya que habiamos parado a repostar (unas tostadas compartidas, que viene el verano) en Almendralejo. Nos dirijimos a la Plaza Grande y enseguida encontramos el Hotel, tomamos posesión de nuestras habitaciones, bueno algunas no pudieron estaban sin hacer, pero como todo nos daba igual, compartimos las que estaban listas, y nos fuimos a la Plaza a esperar a las sevillanas que aparecieron sonrientes enseguida. Después de besos y abrazos, y una vez que dejaron sus "bártulos", nuestras amigas nos sorprendieron una vez más y nos llevaron de visita turística por Zafra, explicandonos sus rincones e historia mejor que cualquier guia local que hubieramos contratado.
La Plaza Grande donde nos centraron leyendonos "unas pinceladas de la historia de Zafra", la Plaza Chica, el Arquillo del Panadero, de ahí a la calle Botica y la Casa del Aljimez. Hora de comer y por supuesto nueva sorpresa, ya que tenían todo reservado en la Casa Bar al lado de la Puerta de Jerez.
La comida resultó estupenda, compartimos las tortas del Zújar, los salmorejos de tomate amarillo, remolacha y el tradicional, ensalada de perdiz y setas, bueno y por supuesto los postres que hicieron sonreir a más de una, y todo ello entre risas, chistes, anécdotas y recuerdos, bueno y como habeis visto muchas fotos.
Después de tan copiosa comida y el calor que hacía, lo lógico que hubieran hecho unas chicas sensatas sería ir a dormir la siesta, pero como ninguna de nosotras somos de esa especie, pues seguimos paseando por Zafra, aprendiendo su historia y compartiendo momentos agradables.
La visita al Convento de santa Clara fue profunda y fructífera, pues tuvimos un guía muy especial que logró enternecer a algunas, especialmente a Cristina. otras que somos menos cultas, como Bea y yo, confieso que hicimos una visita más rápida y nos fuimos a comprar dulces.
Descanso en el Parador, y continuamos la ruta hasta la Colegiata de la Candelaria.
A eso de las 21 h, llegaron Rosa y Rosalía, cuando estabamos tomando una cervecita en la Plaza. A las 21,30 nos pusimos guapas y nos preparamos para nuestro encuentro especial, nuestra cena.
Cuando llegamos al comedor todas monísimas, las sevillanas nos sorprendieron con sus regalos, nos veis en las fotos guapísimas con los mandiles, nosotras también les dimos los nuestros, y así entre risas , fotos y mucho alboroto iniciamos nuestra tertulia de "Cielos de Barro" de Dulce Chacón, que era quien realmente nos había llevado allí, y por esto habiamos elegido como Hotel la casa donde ella nació.
Y ahora os dejo, porque creo que las demás tienen también más cosas que contar, y porque creo que la cena merece una entrada especial en el Blog.
un beso a todas
Relato encadenado: “Un cielo rojizo de atardecer”
Olegario Piñero escapó del pueblo hace diez años, después de seducir a la novia de su hermano, robar los ahorros de su madre y denunciar a sus amigos a la Guardia Civil… Es la historia que se cuenta en el relato encadenado que lleva por título “Un cielo rojizo de atardecer”
Un cielo rojizo de atardecer
Aún no habían sonado las siete de la tarde en la torre del campanario de la única iglesia del pueblo, cuando Olegario Piñero aparcó su coche en medio de la plaza mayor. Todos le habían aconsejado que no lo hiciera. Una nota escueta recibida en su casa aquella misma mañana, después de tantos años, sólo podía encerrar malas noticias. Abatida quedó su mujer, que se despidió de él en medio de súplicas, ahogada en un presagio que con todas sus fuerzas deseaba que no se cumpliera. Olegario Piñero bajó del vehículo, se atusó el bigote mientras contemplaba el escenario de su niñez, se abrochó con parsimonia los botones de su chaqueta y apagó con fuerza la colilla de Camel en el viejo empedrado de la plaza. Sólo algunas personas observaron la silueta de Olegario Piñero recortándose en el cielo rojizo del atardecer, las suficientes como para que todos las puertas se cerraran al paso del visitante.
Estirar las piernas le sentaría bien, aunque quizás lo más sensato hubiera sido esperar a verlas venir escudado en el coche. ¡Qué caramba! Si se había decidido, una vez resuelto no cabían las medias tintas, o al menos de eso trataba de convencerse mientras encendía otro cigarrillo.
Las sombras inundan la plaza a medida que encienden las farolas. Está jugando con el Tito, “el boticas”, y el Fredi a las canicas ; ¡Olegaaario, hijo, no te olvides del agua! No oye el silencio que reina en la plaza, sólo las carreras Calle de la Fuente abajo. Como siempre gana “el boticas”. Y ahora se sonríe, ¡cuántas veces habrá tenido que explicarle a Jacinta, su querida Jacinta, que su amigo de infancia no era hijo de farmacéutico!; que la culpa la tenían aquellas zapatillas que le trajo un tío suyo de ultramar y que el Julito no se quitaba ni para dormir. Parecían más que zapatillas unas botas- como las que se llevan ahora-. Siente la boca seca, muy seca, e intuitivamente gira la mirada hacia una esquina. Cree oír que desde abajo sube el rumor de la Fuente, la única fuente del pueblo, como la iglesia y como la torre.
Desde diez años atrás, desde el día de los hechos, no había vuelto a pisar el pueblo, fueron momentos difíciles y aunque él pensaba que algún día tendría que regresar y enfrentarse, ahora que se acercaba se encontraba incómodo, sentía una mezcla de coraje y miedo.
Eran tantas cosas vividas y aún no olvidadas por él…, y parecía que los demás tampoco habían olvidado, se sentía observado desde las mirillas de las puertas.
Fue caminando lentamente por la calle mayor que en ese momento estaba vacía, en dirección a su casa, la antigua casa familiar donde tantos recuerdos tenía de su infancia y de su mocedad, pero al llegar al cruce de la tahona, se paró y dudó si sería buena la idea de empezar por ahí, antes tenía algo pendiente que arreglar.
Antes de ir a la casa familiar Olegario debería visitar a la tía Josefa “la molinera”, como todos la conocían en el pueblo. Ella mantuvo el molino durante muchos años y allí, a lo alto del cerro , todos llevaban el trigo. De los buenos sacos de harina salían aquellos panes blancos y grandes como su cuerpo.
Fue ella la primera que le habló de Jacinta, que acababa de llegar al pueblo. Le preguntó si ya conocía a los hijos del nuevo cartero, que se los veía listos y que ella más parecía un muchacho por cómo trotaba por el monte. De cualquier novedad que hubiera en el pueblo, Josefa era la primera en enterarse.
La molinera no tuvo hijos y a Olegario le gustaba ir a su casa porque siempre le daba algún dulce o alguna moneda, que venían bien en época donde había tan poco.
Tenía en la entrada de la casa un gran nogal, donde de niños les gustaba ir en otoño para recoger las nueces caídas tras los días de viento. Luego lo vendieron, contaron que esa madera era buena para hacer guitarras.
Eva cerró el libro. Después de leer durante más de dos horas sin descanso, notaba que perdía la concentración en el momento más interesante. “Quizás fuera bueno dejarlo hasta la noche”, pensó. Se levantó y se acercó hasta el balcón. La lluvia arreciaba y golpeaba con fuerza los cristales. Miró a la calle; no había nadie. El agua corría sin piedad a borbollones por la cuesta del antiguo psiquiátrico y formaba grandes charcos al llegar a la explanada. “Desde luego, la tarde está inhóspita”, se dijo. Echó una ojeada hacia el termómetro de la glorieta. ¡Buf! “Cinco grados era una temperatura muy baja para estar casi en marzo, aunque… debería vencer la pereza e ir a buscar el coche al taller”, meditó. Sin embargo volvió al sillón, encendió la luz, y continuó leyendo.
Olegario sintió un leve estremecimiento al sentir unos pasos acercándose. Todas las tardes de los últimos diez años había esperado inútilmente una señal, una carta. Cuando el sábado llamaron a la puerta y el mensajero de Serviexpress le dejó la nota, nadie, solo él, sabía que la cuenta atrás había empezado.
En ese momento sonó el teléfono y Eva dejó caer la novela al ir a cogerlo.
-¿Eva Domínguez? -se oyó al otro lado de la línea.
-Llamamos del taller. Su coche está arreglado. ¿Va a venir por él o se lo llevamos a casa?
Dudó un momento, no sabia si ir por el coche, y así lo tendría antes, o esperar a que se lo trajeran del taller. En el exterior el tiempo era malo y el libro estaba interesante
- Esta tarde me es imposible recogerlo ¿Cuándo lo podrán traer? Lo necesito para mañana.
Miró por la ventana, con el tiempo que hacía era la mejor decisión, esta tarde lluviosa invitaba a no salir, por otra parte Emilio no la había llamado, así es que continuó con su lectura, estaba intrigada y le producía deleite.
Jacinta no era un fantasma, no. Para Olegario Piñero, ella era su vida, por ella huyó del pueblo, por ella había sufrido y por ella habría matado. Ahora después de tantos años los recuerdos se agolpan en su mente, no puede evitar en pensar en su hermano Juan, tiene que ir a su casa y aclarar todas las cosas, tal como sucedieron los últimos días, cree que le debe una explicación aunque prefiere dejarlo para el último lugar, antes quiere ver a otros que también formaron parte de su vida, tendría que ver a Tito y a Fredi. Sus amigos de la infancia, a ellos también los había decepcionado.
Olegario sabía que tendría que enfrentarse a todos, y ahora había llegado el momento, no podía seguir huyendo, al fin y al cabo también para él las cosas no habían sido fáciles, él tuvo que empezar de nuevo en otra ciudad, dejar a su familia, a sus amigos, y alejarse de lugares para él muy queridos. Él debía una explicación y estaba dispuesto a ello.
Jacinta no era del pueblo. Había llegado allí por casualidad, como llegaban los hijos del secretario del ayuntamiento o del maestro. Duraban poco tiempo los forasteros en ese pueblo perdido en la sierra, el estrictamente necesario para acumular méritos y aspirar a un destino mejor. Olegario supo desde el primer momento que esa muchacha no era como las demás, como ya le había anunciado la molinera. Se movía de otra forma, bailaba con todos y era capaz de subir al monte cargada con una mochila. A veces lo hacía ella sola. Eran dos hermanos, él Florencio y ella Jacinta, nombres extraños para el pueblo, él con nombre de mujer y ella con el nombre cambiado también. Era la suya una familia diferente. Los chicos se volvieron locos con Jacinta, que se sabía admirada y deseada. En Olegario no se hubiera fijado y por eso tuvo que arrastrarla con él con él a un mundo alejado de una mediocridad para la que ella no había nacido.
Nunca se lo perdonarían. Y ahí estaba la prueba. “Vuelve o tu madre lo pagará caro”. Sabía que la cárcel no es eterna y que algún día los dejarían libres y vendrían a buscarlo. Ojalá se hubieran podrido para siempre en esa cárcel. Todo hubiera sido más sencillo si no hubiera estallado la maldita guerra. Él decidió desde el principio que estaría en el bando de los ganadores. Los delató, sí, ¿y qué? Si lo hizo fue por su propio bien y el de su familia, y por el de la familia de Jacinta, que fue la que salió ganando con todo ello.
La cueva de Lebrija había sido antaño el escenario preferido para sus juegos. Las canicas, mejor en la plaza; y los juegos de acción, en los alrededores de la cueva. Él siempre policía, nunca ladrón. A pesar de su corta estatura, o precisamente por ello, demostró desde pequeño su capacidad de mando. Estiraba el cuello, se ponía de puntillas y con el brazo en alto dirigía la operación de rescate. Al final, todos los ladrones acababan dentro de la cueva, cuya boca estaba oculta a la vista desde cualquier punto cardinal. Los gritos de los encerrados nunca llegarían al pueblo y pocos paisanos conocían el enrevesado camino para llegar a la cueva. ¡Ahí os quedaréis escondidos para siempre! Él disfrutaba haciendo sufrir a sus amigos. ¡Para ya Ole, que esta vez te estás pasando! Pero él no cedía hasta que estaba aburrido ya y harto de reírse. Él era, y lo sería siempre, el jefe indiscutible. En esa época, su poder no tenía límites. Cuando pasaron unos años y apareció Jacinta en sus vidas, algo se tambaleó en la suya. Nada le costó tanto como hacerse con ella.
El día que la guardia civil vino a buscarlos, Olegario sabía no tenía duda de cuál era su escondite secreto, sin que nadie se lo hubiera dicho. Cuando vio que Guardia civil encaraba la subida a la boca de la cueva, Olegario corrió a la casa familiar, recogió el dinero que su madre viuda conservaba escondido en una vieja caja de caudales y corrió hasta alcanzar el coche de línea en el que emprendería un camino sin retorno. El dinero y la libreta de ahorro como único equipaje, y la certeza de que Jacinta acudiría a su lado en cuanto pudiera ofrecerle algo mejor que la vida que la esperaba en aquel pueblo sin horizontes.
Antes de montar a ese coche de rumbo incierto tuvo el tiempo suficiente para arrebatar a Jacinta de su ignorancia y gritarle toda la pasión que sentía por ella y que algún día podría rescatar. Le pidió que rompiera su compromiso con Juan, y allí mismo, en la cuadra, fuera de sí y ajeno a todo peligro de ser sorprendidos, arrancó sus ropas e hizo que Jacinta alcanzara en pocos momentos la plenitud de sentirse mujer.
En realidad, la denuncia no fue tan grave, sólo dio algunos nombres. No mencionó a Tito ni a Fredy. Si esos también anduvieran metidos en líos era algo que él no tenía por qué haber sabido. Tendría que explicárselo. Después de todo, de los amigos de la infancia siempre queda algo de afecto. El que nunca se lo iba a perdonar era su hermano Juan. Eso sí que fue un golpe bajo.
“Vuelve o tu madre lo pagará caro”. Desde que los negocios empezaron a marchar, a su madre le llegó mensualmente una ayuda económica suficiente para llevar una vida digna de una buena mujer como ella era. Hubiera vuelto para visitarla pero él sabía que con el dinero ella tendría suficiente y no lo echaría en falta. Pero, al fin y al cabo, una madre era algo sagrado para él. Por muy despegado que fuera Olegario Piñero, por ahí dentro tenía unas entrañas que a veces se le despertaban.
Cuando Olegario Piñero descendió del coche a las siete en punto de aquella tarde, no estaba solo. Sus hombres rodearían la casa familiar mientras él estuviera dentro. A Olegario Piñero nunca le gustaron las sorpresas.
Eva cerró el libro y poco después se le cerraron los ojos. Emilio no la había llamado. La lluvia había dejado de caer y las calles estaban en silencio.
Soñó que a través de la ventana se veía la imagen de un mensajero de Serviexpress recortándose en el cielo rojizo del amanecer. Al llegar le entregaba una nota: “Vuelve o tu madre lo pagará caro” Una enorme guitarra pendía de un nogal y amenazaba con caer sobre su madre, que dormía, ajena a los temores de su hija.
Se despertó sobresaltada al oír el ruido de la puerta. Era Emilio, que blandía orgulloso las llaves del coche.
AUTORAS: María Sur, Rosalía, La Molinera, La Encina, La Boticaria (Bea), Teresa y Pilar. Cáceres-Sevilla, primavera de 2010
Un cielo rojizo de atardecer
Aún no habían sonado las siete de la tarde en la torre del campanario de la única iglesia del pueblo, cuando Olegario Piñero aparcó su coche en medio de la plaza mayor. Todos le habían aconsejado que no lo hiciera. Una nota escueta recibida en su casa aquella misma mañana, después de tantos años, sólo podía encerrar malas noticias. Abatida quedó su mujer, que se despidió de él en medio de súplicas, ahogada en un presagio que con todas sus fuerzas deseaba que no se cumpliera. Olegario Piñero bajó del vehículo, se atusó el bigote mientras contemplaba el escenario de su niñez, se abrochó con parsimonia los botones de su chaqueta y apagó con fuerza la colilla de Camel en el viejo empedrado de la plaza. Sólo algunas personas observaron la silueta de Olegario Piñero recortándose en el cielo rojizo del atardecer, las suficientes como para que todos las puertas se cerraran al paso del visitante.
Estirar las piernas le sentaría bien, aunque quizás lo más sensato hubiera sido esperar a verlas venir escudado en el coche. ¡Qué caramba! Si se había decidido, una vez resuelto no cabían las medias tintas, o al menos de eso trataba de convencerse mientras encendía otro cigarrillo.
Las sombras inundan la plaza a medida que encienden las farolas. Está jugando con el Tito, “el boticas”, y el Fredi a las canicas ; ¡Olegaaario, hijo, no te olvides del agua! No oye el silencio que reina en la plaza, sólo las carreras Calle de la Fuente abajo. Como siempre gana “el boticas”. Y ahora se sonríe, ¡cuántas veces habrá tenido que explicarle a Jacinta, su querida Jacinta, que su amigo de infancia no era hijo de farmacéutico!; que la culpa la tenían aquellas zapatillas que le trajo un tío suyo de ultramar y que el Julito no se quitaba ni para dormir. Parecían más que zapatillas unas botas- como las que se llevan ahora-. Siente la boca seca, muy seca, e intuitivamente gira la mirada hacia una esquina. Cree oír que desde abajo sube el rumor de la Fuente, la única fuente del pueblo, como la iglesia y como la torre.
Desde diez años atrás, desde el día de los hechos, no había vuelto a pisar el pueblo, fueron momentos difíciles y aunque él pensaba que algún día tendría que regresar y enfrentarse, ahora que se acercaba se encontraba incómodo, sentía una mezcla de coraje y miedo.
Eran tantas cosas vividas y aún no olvidadas por él…, y parecía que los demás tampoco habían olvidado, se sentía observado desde las mirillas de las puertas.
Fue caminando lentamente por la calle mayor que en ese momento estaba vacía, en dirección a su casa, la antigua casa familiar donde tantos recuerdos tenía de su infancia y de su mocedad, pero al llegar al cruce de la tahona, se paró y dudó si sería buena la idea de empezar por ahí, antes tenía algo pendiente que arreglar.
Antes de ir a la casa familiar Olegario debería visitar a la tía Josefa “la molinera”, como todos la conocían en el pueblo. Ella mantuvo el molino durante muchos años y allí, a lo alto del cerro , todos llevaban el trigo. De los buenos sacos de harina salían aquellos panes blancos y grandes como su cuerpo.
Fue ella la primera que le habló de Jacinta, que acababa de llegar al pueblo. Le preguntó si ya conocía a los hijos del nuevo cartero, que se los veía listos y que ella más parecía un muchacho por cómo trotaba por el monte. De cualquier novedad que hubiera en el pueblo, Josefa era la primera en enterarse.
La molinera no tuvo hijos y a Olegario le gustaba ir a su casa porque siempre le daba algún dulce o alguna moneda, que venían bien en época donde había tan poco.
Tenía en la entrada de la casa un gran nogal, donde de niños les gustaba ir en otoño para recoger las nueces caídas tras los días de viento. Luego lo vendieron, contaron que esa madera era buena para hacer guitarras.
Eva cerró el libro. Después de leer durante más de dos horas sin descanso, notaba que perdía la concentración en el momento más interesante. “Quizás fuera bueno dejarlo hasta la noche”, pensó. Se levantó y se acercó hasta el balcón. La lluvia arreciaba y golpeaba con fuerza los cristales. Miró a la calle; no había nadie. El agua corría sin piedad a borbollones por la cuesta del antiguo psiquiátrico y formaba grandes charcos al llegar a la explanada. “Desde luego, la tarde está inhóspita”, se dijo. Echó una ojeada hacia el termómetro de la glorieta. ¡Buf! “Cinco grados era una temperatura muy baja para estar casi en marzo, aunque… debería vencer la pereza e ir a buscar el coche al taller”, meditó. Sin embargo volvió al sillón, encendió la luz, y continuó leyendo.
Olegario sintió un leve estremecimiento al sentir unos pasos acercándose. Todas las tardes de los últimos diez años había esperado inútilmente una señal, una carta. Cuando el sábado llamaron a la puerta y el mensajero de Serviexpress le dejó la nota, nadie, solo él, sabía que la cuenta atrás había empezado.
En ese momento sonó el teléfono y Eva dejó caer la novela al ir a cogerlo.
-¿Eva Domínguez? -se oyó al otro lado de la línea.
-Llamamos del taller. Su coche está arreglado. ¿Va a venir por él o se lo llevamos a casa?
Dudó un momento, no sabia si ir por el coche, y así lo tendría antes, o esperar a que se lo trajeran del taller. En el exterior el tiempo era malo y el libro estaba interesante
- Esta tarde me es imposible recogerlo ¿Cuándo lo podrán traer? Lo necesito para mañana.
Miró por la ventana, con el tiempo que hacía era la mejor decisión, esta tarde lluviosa invitaba a no salir, por otra parte Emilio no la había llamado, así es que continuó con su lectura, estaba intrigada y le producía deleite.
Jacinta no era un fantasma, no. Para Olegario Piñero, ella era su vida, por ella huyó del pueblo, por ella había sufrido y por ella habría matado. Ahora después de tantos años los recuerdos se agolpan en su mente, no puede evitar en pensar en su hermano Juan, tiene que ir a su casa y aclarar todas las cosas, tal como sucedieron los últimos días, cree que le debe una explicación aunque prefiere dejarlo para el último lugar, antes quiere ver a otros que también formaron parte de su vida, tendría que ver a Tito y a Fredi. Sus amigos de la infancia, a ellos también los había decepcionado.
Olegario sabía que tendría que enfrentarse a todos, y ahora había llegado el momento, no podía seguir huyendo, al fin y al cabo también para él las cosas no habían sido fáciles, él tuvo que empezar de nuevo en otra ciudad, dejar a su familia, a sus amigos, y alejarse de lugares para él muy queridos. Él debía una explicación y estaba dispuesto a ello.
Jacinta no era del pueblo. Había llegado allí por casualidad, como llegaban los hijos del secretario del ayuntamiento o del maestro. Duraban poco tiempo los forasteros en ese pueblo perdido en la sierra, el estrictamente necesario para acumular méritos y aspirar a un destino mejor. Olegario supo desde el primer momento que esa muchacha no era como las demás, como ya le había anunciado la molinera. Se movía de otra forma, bailaba con todos y era capaz de subir al monte cargada con una mochila. A veces lo hacía ella sola. Eran dos hermanos, él Florencio y ella Jacinta, nombres extraños para el pueblo, él con nombre de mujer y ella con el nombre cambiado también. Era la suya una familia diferente. Los chicos se volvieron locos con Jacinta, que se sabía admirada y deseada. En Olegario no se hubiera fijado y por eso tuvo que arrastrarla con él con él a un mundo alejado de una mediocridad para la que ella no había nacido.
Nunca se lo perdonarían. Y ahí estaba la prueba. “Vuelve o tu madre lo pagará caro”. Sabía que la cárcel no es eterna y que algún día los dejarían libres y vendrían a buscarlo. Ojalá se hubieran podrido para siempre en esa cárcel. Todo hubiera sido más sencillo si no hubiera estallado la maldita guerra. Él decidió desde el principio que estaría en el bando de los ganadores. Los delató, sí, ¿y qué? Si lo hizo fue por su propio bien y el de su familia, y por el de la familia de Jacinta, que fue la que salió ganando con todo ello.
La cueva de Lebrija había sido antaño el escenario preferido para sus juegos. Las canicas, mejor en la plaza; y los juegos de acción, en los alrededores de la cueva. Él siempre policía, nunca ladrón. A pesar de su corta estatura, o precisamente por ello, demostró desde pequeño su capacidad de mando. Estiraba el cuello, se ponía de puntillas y con el brazo en alto dirigía la operación de rescate. Al final, todos los ladrones acababan dentro de la cueva, cuya boca estaba oculta a la vista desde cualquier punto cardinal. Los gritos de los encerrados nunca llegarían al pueblo y pocos paisanos conocían el enrevesado camino para llegar a la cueva. ¡Ahí os quedaréis escondidos para siempre! Él disfrutaba haciendo sufrir a sus amigos. ¡Para ya Ole, que esta vez te estás pasando! Pero él no cedía hasta que estaba aburrido ya y harto de reírse. Él era, y lo sería siempre, el jefe indiscutible. En esa época, su poder no tenía límites. Cuando pasaron unos años y apareció Jacinta en sus vidas, algo se tambaleó en la suya. Nada le costó tanto como hacerse con ella.
El día que la guardia civil vino a buscarlos, Olegario sabía no tenía duda de cuál era su escondite secreto, sin que nadie se lo hubiera dicho. Cuando vio que Guardia civil encaraba la subida a la boca de la cueva, Olegario corrió a la casa familiar, recogió el dinero que su madre viuda conservaba escondido en una vieja caja de caudales y corrió hasta alcanzar el coche de línea en el que emprendería un camino sin retorno. El dinero y la libreta de ahorro como único equipaje, y la certeza de que Jacinta acudiría a su lado en cuanto pudiera ofrecerle algo mejor que la vida que la esperaba en aquel pueblo sin horizontes.
Antes de montar a ese coche de rumbo incierto tuvo el tiempo suficiente para arrebatar a Jacinta de su ignorancia y gritarle toda la pasión que sentía por ella y que algún día podría rescatar. Le pidió que rompiera su compromiso con Juan, y allí mismo, en la cuadra, fuera de sí y ajeno a todo peligro de ser sorprendidos, arrancó sus ropas e hizo que Jacinta alcanzara en pocos momentos la plenitud de sentirse mujer.
En realidad, la denuncia no fue tan grave, sólo dio algunos nombres. No mencionó a Tito ni a Fredy. Si esos también anduvieran metidos en líos era algo que él no tenía por qué haber sabido. Tendría que explicárselo. Después de todo, de los amigos de la infancia siempre queda algo de afecto. El que nunca se lo iba a perdonar era su hermano Juan. Eso sí que fue un golpe bajo.
“Vuelve o tu madre lo pagará caro”. Desde que los negocios empezaron a marchar, a su madre le llegó mensualmente una ayuda económica suficiente para llevar una vida digna de una buena mujer como ella era. Hubiera vuelto para visitarla pero él sabía que con el dinero ella tendría suficiente y no lo echaría en falta. Pero, al fin y al cabo, una madre era algo sagrado para él. Por muy despegado que fuera Olegario Piñero, por ahí dentro tenía unas entrañas que a veces se le despertaban.
Cuando Olegario Piñero descendió del coche a las siete en punto de aquella tarde, no estaba solo. Sus hombres rodearían la casa familiar mientras él estuviera dentro. A Olegario Piñero nunca le gustaron las sorpresas.
Eva cerró el libro y poco después se le cerraron los ojos. Emilio no la había llamado. La lluvia había dejado de caer y las calles estaban en silencio.
Soñó que a través de la ventana se veía la imagen de un mensajero de Serviexpress recortándose en el cielo rojizo del amanecer. Al llegar le entregaba una nota: “Vuelve o tu madre lo pagará caro” Una enorme guitarra pendía de un nogal y amenazaba con caer sobre su madre, que dormía, ajena a los temores de su hija.
Se despertó sobresaltada al oír el ruido de la puerta. Era Emilio, que blandía orgulloso las llaves del coche.
AUTORAS: María Sur, Rosalía, La Molinera, La Encina, La Boticaria (Bea), Teresa y Pilar. Cáceres-Sevilla, primavera de 2010
domingo, 23 de mayo de 2010
YA ESTAN LAS FOTOS!!!!
A la izquierda tenéis las fotos del fantástico fin de semana en Zafra. Más despacito relataremos los paseos, comidas, cenas y parloteos
Besos a todas
miércoles, 12 de mayo de 2010
Pasear por "Hoy Libro" que hay novedades sobre "Encuentro en Zafra"
martes, 4 de mayo de 2010
Mejillones para cenar
"Despedida" Jorge Luís Borges
Despedida
Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros.
No habrá sino recuerdos.
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.
Jorge Luis Borges
Entre mi amor y yo han de levantarse
trescientas noches como trescientas paredes
y el mar será una magia entre nosotros.
No habrá sino recuerdos.
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.
Jorge Luis Borges
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